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Al miserable de Alberto Fernández la vida entera se le derrumba frente a sus ojos. El pueblo que alguna vez lo votó, ahora lo considera el “peor presidente de la historia”. Aquellos que alguna vez se dijeron “amigos” suyos, hoy se apresuran a negarlo y despegarse de tan odiosa figura. Su propia familia revela una trama de horror, violencia y adulterio. Su hijo, el disfrazado, lo borra hasta de las redes sociales. Su otro hijo, el bebé, ha sido convertido por él mismo en una moneda de cambio con la que chantajear a su mujer. Profesionalmente, las cosas no pintan mejor. Su asignatura en la UBA ha sido clausurada después de que nadie se inscribiera en ella. En España nadie lo quiso de asesor. En cuanto a sus servicios legales, ya nadie cometería la locura de contratarlos, mucho menos cuando tan vil personaje se encuentra cerca de terminar sus días en prisión. Para peor, y tal vez esto sea lo que más le duela, todas las mujeres que hasta hace poco hacían fila para acostarse con el poder, hoy miran con desprecio a un hombre diminuto, impotente, caído en la más absoluta desgracia.
Y es que todo lo que tenía Alberto Fernández era únicamente fruto del poder. Pero el poder, especialmente en democracias, es una realidad demasiado efímera. Todo lo que sale de su seno, desaparece en el preciso instante en que el poder abandona a su transitorio portador. Amigos, familia, mujeres, afectos, alumnos, cargos, consideraciones personales: nada de lo que Alberto alguna vez tuvo respondía a una lógica distinta a la del poder. Y el poder se fue, y todo lo demás desapareció con él.
El poder y el honor son cosas bien distintas. Lo primero se da en el orden del tener, lo segundo en el orden del ser. Se tiene poder; se es honorable. Lo que el poder da tan rápido como lo quita, el honor lo imprime con la permanencia de la virtud. De ahí que Aristóteles diferenciara con tanta precisión la “amistad” por interés, de la amistad por virtud. La misma diferencia podría establecerse en torno a todas las relaciones sociales.
A veces, el poder y el honor concurren en la misma persona, y tenemos entonces un estadista. Otras veces, se tiene honor, pero no poder, y tenemos como resultado un buen ciudadano. En otras ocasiones, el poder se presenta sin honor; la consecuencia es la corrupción, el abuso, la arbitrariedad, el privilegio y el despotismo.
Alberto Fernández tuvo más o menos poder a lo largo de su vida, pero jamás tuvo honor ni virtudes morales. Siempre fue un ser despreciable, al que otros seres despreciables se acercaron cuando tenían algo que ganar. Ahora, que tienen todo por perder, corren despavoridos. Es la historia de quienes tuvieron y abusaron de su poder, pero jamás conocieron el honor.