Kaisa estaba disfrutando de su día libre de la biblioteca. Se había puesto una camiseta grande y unos pantalones cómodos, y se había acomodado en el sofá con una taza de té y una pila de libros sobre romances bobos. Le encantaba leer esas historias, aunque sabía que eran poco realistas y predecibles. Le hacían olvidar sus problemas y soñar con un amor verdadero.
En su paz, decidió ir a preparar un relajante baño. Caminó hasta el baño y abrió la llave de la bañera, dejando que el agua caliente llenara la tina. Añadió unas gotas de aceite esencial de lavanda y unas sales de baño, creando una espuma aromática. Estaba a punto de quitarse la ropa cuando escuchó unos golpes incesantes en su puerta principal.
-¡Ya voy, ya voy!- gritó algo molesta, pensando que podía ser algún vecino ruidoso o algún vendedor ambulante. Se puso una bata y fue a atender, esperando deshacerse pronto del visitante indeseado.
Al abrir la puerta, se encontró con David. El chico parecía preocupado y sostenía dos bultos en sus brazos, envueltos en mantas. Antes de mediar palabra, entró corriendo a la casa de Kaisa, pidiendo su ayuda.
-¡Kaisa, Kaisa, por favor, ayúdame!- exclamó David, con voz agitada.
Kaisa se sorprendió de verlo en ese estado y fue con él a la sala. Lo hizo sentarse en el sofá y le preguntó con calma:
-¿Qué sucede, pequeño David? ¿Qué tienes ahí?- dijo Kaisa, señalando los bultos que David sostenía con cuidado.
David mostró los bultos y se trataba de Hilda y Frida, quienes ahora eran bebés. Tenían el mismo cabello y los mismos ojos que sus versiones mayores, pero sus rasgos eran más redondos y tiernos. Dormían plácidamente, sin saber lo que les había pasado.
Kaisa se quedó boquiabierta y pidió explicaciones. David intentó explicar qué pasó pero se vio interrumpido por el llanto de las niñas. El sonido era ensordecedor, por lo que las dejaron en una canasta que Kaisa tenía en un rincón de la sala. Luego fueron a la cocina, donde David le explicó lo que pasó:
-Estábamos explorando el bosque cuando encontramos una cueva con unas piedras brillantes. Hilda dijo que eran piedras mágicas y que podían conceder deseos. Frida no le creyó y dijo que eran solo cristales comunes. Entonces, Hilda tomó una piedra y dijo que deseaba ser más joven. De repente, se convirtió en un bebé. Frida se asustó y trató de revertir el hechizo, pero solo logró convertirse también en un bebé. Yo tomé otra piedra y deseé que todo volviera a la normalidad, pero no funcionó. Así que cogí a las niñas y vine aquí lo más rápido que pude- relató David, con expresión culpable.
Kaisa se frustró un poco pues habían perturbado su paz, pero se dispuso a ayudar. Mientras David revisaba el refrigerador de Kaisa, encontrando queso azul, leche y vino, pensó para sí mismo: -Tal vez tengan hambre-. Mientras tanto, Kaisa revisaba su biblioteca personal, buscando algún libro que pudiera ayudarlos a solucionar el problema. Encontró uno titulado “Magia para principiantes”, que había comprado hace tiempo por curiosidad. Lo abrió y buscó el índice. Vio un capítulo sobre “Piedras mágicas” y lo leyó con atención.
Según el libro, las piedras mágicas eran objetos muy poderosos y peligrosos, que podían conceder cualquier deseo al portador, pero también podían causar efectos secundarios impredecibles. Para revertir el hechizo, había que pronunciar una palabra mágica que estaba escrita en la piedra, pero solo se podía ver con una luz especial. El libro sugería usar una vela o una linterna para iluminar la piedra y leer la palabra.
Kaisa cerró el libro y fue a buscar una vela y un encendedor. Regresó a la cocina y le mostró el libro a David. Le explicó lo que tenía que hacer y le dio la vela y el encendedor. David asintió y guardó las cosas en su mochila. Luego, se dirigió a la sala, donde las niñas seguían llorando.
Kaisa lo siguió y se vio en la necesidad de regañar a David:
-Ellas no pueden beber leche aún, David- dijo tratando de no sonar enojada, al ver que David había sacado una botella de leche del refrigerador y se la ofrecía a Hilda.
David se confundió pues su madre le había explicado que eso comen los bebés. Kaisa le explicó que un bebé a esa edad debe de comer leche materna. David no entendió por lo que Kaisa le explicó:
-La leche materna es la leche que sale del pecho de las mujeres cuando tienen hijos. Es la mejor comida para los bebés porque tiene todos los nutrientes que necesitan para crecer sanos y fuertes- dijo Kaisa, señalando su propio pecho.
Hubo un momento de silencio breve, roto por la voz de Kaisa:
-No, de ninguna manera- dijo Kaisa, al darse cuenta de lo que David estaba pensando.
Kaisa se acercó a la canasta donde estaban las bebés y las tomó en sus brazos. Las miró con curiosidad y asombro, notando lo pequeñas y delicadas que eran. Sus corazones latían con fuerza contra su pecho, sus respiraciones eran suaves y regulares, sus manitas se aferraban a su bata. Kaisa sintió un nudo en la garganta y una calidez en el pecho. Nunca había tenido hijos, ni siquiera había pensado en tenerlos. Pero en ese momento, sintió un amor inmenso por esas dos criaturas que dependían de ella.
Las acercó a su pecho y les ofreció su leche. Las bebés se prendieron de sus pezones con facilidad, succionando con fuerza y ritmo. Kaisa cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación. Era una mezcla de dolor y placer, de incomodidad y satisfacción, de vergüenza y orgullo. Se sintió conectada con las bebés, como si fueran parte de ella. Se sintió útil, necesaria, importante. Se sintió madre.
Abrió los ojos y vio sus caritas angelicales, sus ojitos cerrados, sus boquitas llenas de leche. Sonrió y les acarició el cabello, les besó la frente, les habló con dulzura. Les dijo que todo iba a estar bien, que las quería mucho, que las cuidaría siempre. Les cantó una canción de cuna que su madre le cantaba a ella cuando era niña. Se olvidó del mundo, de sus problemas, de su soledad. Solo existían ellas y ella.
David la observaba desde la cocina, sin atreverse a interrumpir el momento. Se sentía feliz por Kaisa, pero también un poco celoso. Él también quería sentir ese amor maternal, ese calor humano, esa seguridad. Recordó cómo su madre lo abrazaba cuando era pequeño, cómo lo besaba y lo arrullaba. Se preguntó si ella lo extrañaría ahora que estaba lejos. Se preguntó si él la extrañaba a ella.
Se acercó a la nevera y sacó el queso azul de Kaisa. Lo cortó en trozos y se los comió con pan. Le gustaba el sabor fuerte y picante del queso, le recordaba a las aventuras que vivía con Hilda y Frida. Pensó en ellas y se preocupó por lo que les pasaría si no podían volver a la normalidad. Se preguntó si tendrían que volver a crecer desde cero, si perderían sus recuerdos, sus amigos, sus sueños.
Se sacudió esos pensamientos negativos y se concentró en la solución. Recordó el libro que Kaisa le había mostrado y lo sacó de su mochila. Lo abrió y buscó la página donde estaba el capítulo sobre las piedras mágicas. Lo leyó con atención y memorizó las instrucciones. Luego guardó el libro y sacó la vela y el encendedor que Kaisa le había dado. Los metió en su bolsillo y se dirigió a la sala, donde Kaisa seguía amamantando a las niñas.